viernes, 29 de enero de 2010

suicidio y literatura


El Club de los Escritores Suicidas: El suicidio y la literatura
Virginia Woolf, Ernest Hemingway, Cesare Pavese, Jack London, Sandor Marai, Alfonsina Storni, Jack London, José Asunción Silva, Yukio Mishima, Jacques Rigaut, Horacio Quiroga, Anne Sexton, Vladimir Maiakovski... La lista de escritores y poetas que han cometido suicido en diferentes épocas y lugares, de las más diversas (y a veces brutales maneras) es bastante larga.
El suicidio y los procesos creativos de los artistas es una relación que ha fascinado a estudiosos y aficionados desde hace mucho tiempo. Una de las obsesiones de los que se acercan al tema es descifrar si, al analizar los escritos dejados atrás, hubiera sido posible predecir el final de dichos autores. Lo que durante mucho tiempo fue apenas una fascinación morbosa comenzó en algún momento a tornarse en asunto para estudios más serios.
Posiblemente no fue sino hasta fines del siglo XIX cuando intentó dársele confirmación científica, con la publicación en 1889 de Genio y locura escrita por el médico y antropólogo italiano Cesare Lombroso. El autor planteaba que el genio artístico era una forma de desequilibrio mental hereditario y para apoyar esta afirmación, se dedicó a coleccionar lo que llamó “arte psiquiátrico”, escritos, dibujos y pinturas realizados por pacientes encerrados en hospitales mentales. Lombroso también vinculó el genio artístico con la esquizofrenia, debido al alto índice de pacientes que sufrían de este mal y que lograban plasmar por medio de la expresión creativa, su atormentado y complejo mundo interior.

Dichas afirmaciones no son tomadas muy en serio hoy en día, pero el estudio de Lombroso sirvió como arranque para que otros científicos se acercaran al tema. En años más recientes, los estudios más exhaustivos realizados sobre el tema son posiblemente los de la psicóloga clínica estadounidense Kay Redfield Jamison, autora de Touched with Fire (Tocados por el fuego) de 1993, un minucioso análisis sobre la relación entre los desórdenes maníaco-depresivos y los procesos creativos de varios prominentes artistas. Algunos de los autores incluidos en este estudio son Charles Dickens, William Faulkner, F. Scott Fitzgerald, Ralph Waldo Emerson, Baudelaire, Herman Hesse, Ernest Hemingway, John Keats, Edgar Allan Poe, Mark Twain, Robert Louis Stevenson, Virginia Woolf y Kurt Vonnegut.
Otro de sus libros, Night Falls Fast: Understanding Suicide (La noche cae pronto: comprendiendo el suicidio), es un estudio donde Jamison discute el suicidio desde la óptica histórica, religiosa y cultural, y cataloga el suicidio (sin lugar a discusión), como un factor relacionado con enfermedades mentales de diversa índole.

El suicidio como manifestación de enfermedad mental
A pesar de todos los estudios y aproximaciones científicas, no hay datos definitivos que confirmen el vínculo entre los procesos creativos o artísticos con la enfermedad mental y/o el suicidio. Pero no es necesario ser artista para suicidarse. Un informe de la Organización Mundial de la Salud de hecho calcula que cada año se suicidan un millón de personas alrededor del mundo, de las cuales aproximadamente un 80 por ciento sufren enfermedades mentales que no han sido tratadas y, en muchos casos, ni siquiera diagnosticadas, como la depresión o el desorden bipolar.
Por lo demás, la creatividad es una característica propia de todo ser humano, un recurso al que recurrimos en nuestra vida cotidiana para resolver una amplia gama de situaciones, desde el menú familiar y la decoración del hogar hasta la solución de problemas de toda índole. ¿Acaso por eso estamos todos expuestos al suicidio?
Las motivaciones del suicidio entre escritores son semejantes a las de cualquier mortal. También sus métodos, algunos más rebuscados que otros, como el de Jerzy Kossinski.
El autor de origen polaco, conocido por su excepcional novela Desde el jardín, se suicidó ingiriendo una gran cantidad de barbitúricos con un trago de ron y Coca Cola, se metió a la tina de baño y además se amarró una bolsa de supermercado alrededor de la cabeza. Su nota de suicidio, el cual constituyó una gran sorpresa para sus allegados, decía “voy a dormir ahora un rato más largo del usual. Llamemos a ese rato Eternidad”. Problemas cardíacos, la incapacidad de poder escribir más acusaciones de plagio, podrían haber sido el detonante para esta decisión.

¿Suicidio o accidente?
La poeta rusa Marina Tsvetaeva se colgó hasta morir. Emilio Salgari, creador de Sandokán y varias novelas de aventuras, se abrió el vientre con un cuchillo. La narradora alemana Unica Zürn se tiró desde la ventana del apartamento que compartía con su compañero sentimental, el pintor Hans Bellmer. Jacques Vaché, amigo de André Breton y uno de los fundadores del surrealismo, murió de una sobredosis de opio.
La clásica bala es uno de los métodos más populares de suicidio entre autores. A ello recurrieron Ernest Hemingway, José Asunción Silva, Sandor Marai, Jacques Rigaut y Hunter S. Thompson, entre otros.
También lo es la ingesta de venenos y sobredosis de medicamentos. Horacio Quiroga tomó cianuro poco después de saber que sufría cáncer estomacal. Leopoldo Lugones se tomó un trago de whisky mezclado con cianuro. Cesare Pavese tomó una sobredosis de barbitúricos luego de una decepción amorosa. Georg Trakl acabó consigo mismo tomando una sobredosis de cocaína.
El suicidio por inmersión es otro de los recursos comunes entre autores. Alfonsina Storni se adentró en el mar en la playa La Perla, en la ciudad de Mar del Plata, agobiada por la soledad y tras detectársele un cáncer mamario. Virginia Woolf se llenó los bolsillos del abrigo con piedras y se sumergió en el Río Ouse, muy cerca de su casa. Paul Celan se arrojó al Río Sena en París.
Otros escritores prefirieron inhalar algún tipo de gas. Sylvia Plath y René Crevel abrieron las llaves de sus respectivos hornos. Anne Sexton se encerró en su garaje, encendió el motor de su automóvil y murió por envenenamiento con monóxido de carbono. Algo similar hizo John Kennedy Toole.
Algunas muertes ocurrieron de manera tal que la línea entre suicidio y accidente no queda muy clara. Es el caso de Primo Levi, el escritor italiano de origen judío que sobreviviera al holocausto y que fuera encontrado muerto en las escaleras interiores de su edificio. Sus allegados y el forense que lo examinó estuvieron de acuerdo en que Levi se suicidó lanzándose de las escaleras, ya que jamás pudo sobreponerse al trauma y la culpa de haber sobrevivido Auschwitz.
Sobre la muerte de Jack London también se alza la sombra del suicidio. London sufría de uremia y los dolores lo obligaban a tomar morfina. Si la sobredosis que lo mató fue ingerida de manera accidental o deliberada, es algo que sigue en el misterio.
Al estudiar varios de estos casos, una característica común (además de las enfermedades mentales), fue la imposibilidad de poder escribir: no escribir con la frecuencia o con la calidad deseada fue motivo de angustia para muchos. ¿Acaso la escritura sería para ellos una válvula de escape que, al verse bloqueada, hacía intolerable la existencia?
Aunque jamás pueda definirse con exactitud por qué existe o cuál es el vínculo entre escritores y suicidio, lo cierto es que el tema siempre volverá, de manera recurrente, a plantearse en nuestro imaginario y a alimentar nuestras fascinaciones personales.
Comenzamos con esta introducción una serie de aproximación a cuatro conocidos escritores que se suicidaron, todos en circunstancias muy diferentes: Yukio Mishima, Sylvia Plath, Reinaldo Arenas y Alejandra Pizarnik.
¿Hubo pistas en la escritura de estos autores sobre su eventual suicidio? ¿Algunas actitudes o situaciones de su vida propiciaron dicha circunstancia? ¿Hubo señales que sirvieron como advertencia a quienes los rodeaban? Si alguien hubiese leído los textos de estos autores como llamados de auxilio dentro del contexto de sus vidas, ¿habrían podido evitarse sus muertes?
Trataremos de averiguarlo.


(Leopoldo Lugones, escritor argentino, quien se suicidó en 1938.
Publicado hoy en C.A. 21. Cada lunes estaré posteando uno de los artículos de esta serie).













Antología de poetas suicidas
(1770-1985)
José Luis Gallero



Puede decirse que con el envenenamiento de Chatterton (1770) inicia el suicidio su edad moderna. La muerte del jovencísimo Chatterton es cantada por Keats, Coleridge, Shelley, Vigny. Su suicidio en la realidad y el de Werther en la novela proporcionan status intelectual a un acto que antes de eso se consideraba de pésimo gusto, a no ser que fuera motivado por falta de liquidez o cualquier otro capricho.
El suicida sigue sin poder reposar en tierra sagrada, pero en adelante ocupará un puesto de honor en la mitología artística.

A la hora de hacer una «anatomía del suicidio» llama la atención que se den por igual los suicidas de vocación y los súbitamente inspirados. Entre los primeros, Kleist, Maiakovski, Crevel, József, Pavese, Sylvia Plath, Jens Bjorneboe... Pero más que la premeditación acaso admira la insistencia en el gesto. ¿De qué huía Ángel Ganivet cuando se arroja desde un vapor al Duina, y tras ser rescatado trabajosamente por los pasajeros aprovecha un descuido para sumergirse otra vez en la corriente helada? ¿Qué le da fuerzas a Yávorov, ciego a resultas de un anterior intento de suicidio, para ingerir veneno y, en previsión de algún accidente benéfico, volarse luego la tapa de los sesos? ¿Y a Antero de Quental para dispararse dos veces consecutivas? Costas Cariotakis, la noche del 20 de julio de 1928, se dirige al agitado Mediterráneo con la intención de acabar con su vida. Diez horas después la corriente le devuelve sano y salvo a la playa. Entonces regresa a su casa, se cambia de ropa, sale a desayunar, compra una pistola y se dispara una bala en el corazón...

Huían de su propia vida, de sus fracasos artísticos, de sus deseos siempre insatisfechos, de su exacerbada sensibilidad. Exploradores de vastos territorios del alma, expuestos a las más inclementes contradicciones, se encuentran en ocasiones en la tesitura de elegir la sensibilidad o la supervivencia. En todo caso no debemos creer que los poetas suicidas son una especie lánguida, sumida en un desánimo que le impide percibir lo que de grato tiene la existencia. Las vidas de estos muertos son un ejemplo de vitalidad extraordinaria. El peso de su sufrimiento no lastraba su paso, sino que por el contrario parecía dotarles de una maravillosa ligereza.

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