miércoles, 7 de octubre de 2009

El arte según Samuel Beckett

el arte según Samuel Beckett (la realidad como raíl)
por Andreu Navarra Ordoño

El texto titulado El mundo y el pantalón (1) parece desarrollar una serie de ideas sobre el arte, y más concretamente, sobre el pictórico (aunque sus contenidos puedan ser aplicados a cualquier otra actividad creativa). Es muy probable que así sea (de otro modo escribiría muy perdido). Podría tratarse de un ensayo, aunque quizás sea mejor calificarlo de prosa, porque el texto no es, desde luego, un ensayo canónico o habitual. Este es el chiste amargo que lo encabeza:

EL CLIENTE: Dios hizo el mundo en seis días, y usted no es capaz de hacerme un pantalón en seis meses.

EL SASTRE: Pero señor, mire el mundo y mire su pantalón.

A continuación, se desarrolla una especie de letanía gélida, absolutamente desconcertante, que no cesará ya hasta el fin:

Para empezar, hablemos de otra cosa, hablemos de dudas antiguas, caídas en el olvido, o reabsorbidas por elecciones que no se ocupan de ellas, por lo que se ha convenido en llamar obras maestras, malas esculturas y obras de mérito.

Dudas de aficionado, claro está, de aficionado muy sabio, tal y como sueñan los pintores, que llega agitando los brazos y se marcha agitando los brazos, con la cabeza aturdida por lo que ha creído entrever. Qué tontería las preocupaciones del ejecutante, al lado de las angustias del aficionado, que nuestra iconografía de tres al cuarto ha cebado de fechas, de períodos, de escuelas, de influencias, y que sabe distinguir, hasta tal punto es sabio, entre un gouache y una acuarela, y que de vez en cuando cree adivinar lo que ama, manteniendo el espíritu abierto. Pues el pobre se imagina que nada de lo que es pintura debe serle extraño.

El lector de Samuel Beckett tendrá que irse acostumbrando a no analizar, a no comprender, a operar entre la nada. Porque leer a Beckett puede ser asomarse a la desnudez más absoluta, indigestarse y dejar el libro a la primera línea, o bien marearse y tener que irse a tomar un analgésico. De cualquier modo, uno siempre resulta enormemente enriquecido al leerle. Es como descalzarse un pie y mojar su punta en un río, en una corriente inexorable, y a la vez fría como el hielo, despiadada. Y esta corriente (luego descubriremos que de cristales rotos) es lo más parecido a la verdad. A la verdad cognoscitiva: a nuestras posibilidades reales de percepción. Esto es lo que nos fascina del autor. Su nivel nulo de fabulación o simpatía. Su honestidad sin ningún tipo de fisura.


Pero es falaz afirmar que es imposible comentarle. Una mentira como un templo. Paradójicamente, y lo demuestra el fragmento que hemos citado, Samuel Beckett es el artista de la claridad, es el escritor de la transparencia. Sus textos son, a la vez, de lo más comprensible. Lo que pasa es que nuestra realidad, nuestra percepción de ella, la de nosotros como lectores de él, nos nubla. Nos obnubila. Molesta. Hemos de partir de cero, como muchos de sus mutilados. Tenemos que atrevernos a mojarnos en su río, y bucear en él como lo haríamos en la conversación que nos brindara un buen amigo, de los que realmente nos complican nuestra vida haciéndola más placentera.

Partir de cero significa, en primer lugar, vaciar la mente de prejuicios; y, en segundo, liberarla del deber de tener que juzgar lo que se ha visto leído, comprendido. Esa es una de las primeras lecciones del fragmento (con la cabeza aturdida de lo que ha creído entrever). El aficionado, a quien se ha intentado aleccionar mediante toda una literatura de la recepción de obras de arte, cree entrever, por lo que nos situamos lejos de cualquier tipo de juicio absoluto. Porque cualquier juicio que pretenda ser coherente, es a la fuerza un absoluto.

Esta es la propuesta de Beckett, no solo en este texto sino en el conjunto de su obra: no tenemos por qué juzgar. No pasa nada. No hay nada. Somos bien poco. Por qué actuar. Por qué explorar. Por qué preguntarse por lo que pasa, por lo que pasó. Lo asombroso es que no se nos esté diciendo debéis hacer esto, o no hacer lo otro. Siempre podremos seguir haciéndolo, seguir preguntándonos, seguir dudando. De lo que se nos informa es de lo que no solemos hacer, de lo que solemos obviar gracias a nuestros prejuicios. Porque la realidad es un prejuicio. Lo prueba el hecho de que nos lo esté diciendo alguien que ha realizado todo esto, ha conducido estas preguntas hasta sus límites, se ha paseado por las fronteras de la nada sin pagar los aranceles que son la muerte, y se ha acercado a la extinción.

Lo asombroso es que no nos lo esté diciendo un nihilista, un analfabeto que desprecie la cultura, sino uno de los hombres más leídos, más profundos, más rabiosamente cultos (así lo demuestra la abundante documentación que se evidencia tras esta prosa). Pero ni siquiera eso sabemos. Podría ser una erudición más o menos ficticia, o multiplicada mediante la palabra, como en el caso de Borges.

Todo esto en arte se traduce en una libertad total: radical y absurda. Cierto profesor de teoría de la literatura, de cuyo nombre sí quiero acordarme, siempre nos decía que el texto original, que la obra absolutamente nueva en todos y cada uno de sus constituyentes, era un imposible filosófico. Y lo es porque ese texto, esa obra, no sería reconocida como tal. La obra radicalmente nueva no se asemeja a nada, no es perceptible en cuanto obra de arte. Es un absurdo. No es ni siquiera una locura. Es una nada inconcebible. No puede existir.

Sam Beckett dice: vale la pena intentarlo. Esto es lo que nos propone: la creación pura, desde la nada. Es una cuestión de perspectiva, y no de resultados. Quizás Huidobro se aproximase a este estado de libertad taumatúrgica, que es la que, en el caso de Gerardo Diego, diferencia unos poemas de otros. El ciprés de Silos parte del ciprés de Silos. Gesta debe de partir de las proximidades de la nada conceptual, objetiva o exterior. Eso no significa que ambos poemas partan, según palabras del propio Diego, de su real gana poética. La diferencia entre un tipo de poemas y otro es meramente procedimental. Uno tiene referentes reales. El otro, no tanto.

Según Isaac Asimov (2), una entre las muchas teorías que intentan explicar el origen del universo es la del chorro primitivo. Consiste en una especie de explosión primitiva de energía de la que derivaría todo. La ordenación de toda esa energía desprendida es lo que diferenciaría el universo de la nada. Así se forma el arte según Beckett: a través de una manifestación arbitraria, fruto de la libre voluntad del artista. Así se crean nuevos universos, nuevas realidades.

Los críticos coinciden en señalar que los textos del autor posteriores a la segunda guerra mundial, si antes de ella indagaban en las contradicciones de la realidad, ya no pretenden vincularse con ella. Los personajes de Molloy, Malone muere o El Innombrable ya no se proponen entender ninguna realidad, por difusa que sea: han renunciado ella. No se proponen nada.

Un buen ejemplo de esto es Malone, suerte de anciano que vive recluido en lo que parece una habitación: sin recibir visita alguna. Malone no intenta recordar ya cómo llegó a la cama en la que convalece, se acerca al mundo a través de un bastón sin el cual se ve absolutamente indefenso. Como se ve, el autor es especialmente cruel con sus personajes. Para entretenerse, Malone intenta contarse una historia, la del joven Saposcat, pero fracasará una vez tras otra: Malone no soporta los tópicos de las historias de personas indefensas. La vida de Saposcat, Sapo, es un infierno. Malone no cree que la suya lo sea: todo le da igual. Se limpia con babas los puntos del cuerpo que nota sucias. Espía las nauseabundas relaciones sexuales de algún vecino (el sexo en Beckett aparece a menudo vinculado a la senectud). Hacia el final de la novela, que no es más que la suma de verbalizaciones mentales de Malone, vemos a este recluido en una suerte de manicomio u hospital. Durante una excursión, alguien llamado Lemuel asesina a todos sus compañeros con un hacha. Esto es lo último que se profiere en la novela:

ni con su lápiz ni con su bastón ni
ni luces luces quiero decir
nunca eso es tocará nunca
nunca tocará
eso es nunca
eso es eso es
nada



¿Quién es Malone? ¿Dónde ha estado durante toda la novela? ¿Quién es Lemuel? ¿Por qué comete el vil asesinato? ¿Se ha convertido Malone en Lemuel, o Lemuel en Malone? ¿Alguien se ha convertido en alguien? ¿Quiénes han muerto? ¿Qué significa eso es nada? ¿Muere Malone como vaticinaba en las primeras palabras de la novela? ¿Es Malone muere una novela? No parece haber respuestas. ¿Deben preocuparnos estas cuestiones?

Según Félix de Azúa, Beckett no busca una aproximación más o menos verosímil a la realidad sino la creación de una realidad independiente, una realidad literaria. Giacometti quería hacer un rostro, El Rostro, Beckett también quiere hacer, no imitar. Por eso todas sus obras son una sola obra y los géneros uno. (3)

¿No se parece este final de novela al del poema Altazor, de Vicente Huidobro ¿No intentan ambas obras alcanzar el mismo objetivo?

Hasta el siglo XX el arte partió de las cosas, quiso traducirlas a lenguajes distintos. El cubismo, el arte fauve,... hacía eso mismo pero pretendiendo acentuar el filtro que separaba el objeto del lienzo. Así el artista hacía de mediador descarado, más descarado que nunca, y aplicaba sus colores, su multiplicidad de perspectivas simultáneas, sus pruritos, sus visiones, sus abstracciones y, ¿por qué no?, sus voluntarias tonterías y puerilidades. Por eso el arte más contemporáneo expulsa a sus espectadores. Por eso los artistas más aplaudidos, más cotizados, más revolucionarios (pienso en Miró o en Tàpies) sean a la vez los más incomprendidos.

La pintura de los hermanos van Velde, los que Sam Beckett pone como ejemplos, (¿pintores ficticios?) no es ni abstracta, ni surrealista, ni cubista. No se preocupa de ser algo. Solo se preocupa de ser la nada, de plasmarla. Uno de estos dos hermanos no ha expuesto nunca. El otro realizó una exposición en Londres, en 1938.

La prosa es, en cierta forma, una aproximación a la obra de estos dos artistas, que practican algo más desquiciado que el automatismo: lo que hay en sus cerebros una vez vaciados de todo posible contenido. Por eso, dice Beckett, la pintura de uno de los hermanos es tan placentera. Porque libera, es una libertad que se aproxima al trance místico, la nada a ultranza, el garabato más insignificante, la más oculta y primordial de las pinceladas, mucho más cavernícola que la de los cavernícolas.

Una verdad no causal. Una arbitrariedad extrema, exenta de preocupaciones y de vinculaciones con el mundo exterior. Es la realidad autónoma, autosuficiente. Y por eso es, en cierto modo, relajante.

Estas concepciones son las que laten tras la obra de Samuel Beckett. ¿Qué hay detrás de ellas? ¿Qué se pretende? Una vez más nos lo contesta el fragmento citado cuando empezábamos: se trata de creer adivinar lo que se ama, de mantener abierto el espíritu. Porque traducir, comentar, comparar, es realizar la conversión de incomprensible a comprensible. El objetivo no es que esa conversión sea imposible, sino advertir que no es necesario hacerla. Eso no significa que no pueda hacerse, como la estoy haciendo yo. Eso significa que no pasa nada si no se hace: que somos libres de hacer lo que nos plazca con la obra. Podemos insultarla, olvidarla, calumniarla. Nada ni nadie debería exigirnos explicaciones. Otra cosa es lo que ocurra en nuestra sociedad. El juicio, la obligación de emitir enunciados exteriores que versen sobre tareas de los demás, es lo que arruina para Beckett el pensamiento humano. Lo que ha venido arruinándolo durante siglos de masoquismo conceptual.

Las frases siguientes ilustran la voluntad de libertad mental y receptiva, de libertad honrada. Son una crítica total al deber más o menos socializado de que el arte signifique, de que tenga que expresar, de que tenga que comprometerse con nuestro mundo habitual (el extracto reproduce estrictamente el orden del autor):

Eso llueve sobre los medios artísticos con una abundancia muy particular. Es una pena. Pues el arte no parece necesitar cataclismos para poder ejercerse.

Los estragos son ya considerables.

Con "Esto no es humano", está dicho todo. A la basura.

El día de mañana se le exigirá a la charcutería que sea humana.
Eso no es nada. Por lo menos estamos acostumbrados.

Lo que es propiamente espantoso es que el artista mismo lo admita.

El poeta que dice: no soy un hombre, no soy más que un poeta. El medio más rápido de hacer rimar amor y vacaciones pagadas.

El arte expresivo, tanto el formal como el informal, es un arte policial por lo que tiene de represor de la creatividad:

¿Quieren un existente adecuado? Pónganle un azul. Denle un silbato.

¿Les interesa el espacio? Hagamos que cruja.

¿Les atormenta el tiempo? Matémosle juntos.

¿La belleza? El hombre reunido.

¿La bondad? Extinguir.

¿La verdad? La ventosidad del mayor número.


Y el que modestamente nos parece uno de las más bellos pasajes formulables por un ser humano:

Se ha hecho lo imposible para que elija. Para que tome partido, para que acepte a priori, para que rechace a priori, para que deje de mirar, para que deje de existir, delante de una cosa que simplemente habría podido amar, o encontrar fea, sin saber por qué.

¿Puede existir amor al arte más sincero que el contenido en esta frase? ¿Puede aspirarse a mayor libertad? El verdadero arte, la verdadera escritura de Samuel Beckett se sitúan en otra realidad, la que resultó de la experiencia de la nada circundante, la realidad más verdadera que vive en el lenguaje, y que se alimenta de materia gris.

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Notas:

(1) BECKETT, Samuel, Manchas en el silencio, Tusquets, Barcelona, 1990, págs. 25-52 (traducción de Jenaro Talens.)
(2) ASIMOV, Isaac, Cien preguntas básicas sobre la ciencia, Alianza, 1973.
(3) BECKETT, Samuel, Residua, Tusquets, Barcelona, 1969 (prólogo de Félix de Azúa).

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